Leyendo prensa y anuncios publicitarios (o las mezclas entre ambas), cuesta creer que nuestro sistema alimentario siga siendo responsable de un tercio de las emisiones de efecto invernadero, y uno de los motores principales de destrucción de hábitats naturales y biodiversidad.
Si ampliamos esa mirada de sostenibilidad hacia la vida de las personas que producen nuestros alimentos, la cosa no está mucho mejor. Es confuso que todas las vallas publicitarias anuncien “cercanía” y “productores locales”, y que, en España, la persona que produce alimentos sea una especie en grave riesgo de extinción.: solo el 4% de las personas al frente de una explotación agrícola tienen menos de 35 años.
Es comprensible que la palabra sostenibilidad ya no nos diga nada, pero vamos a intentar ponerle apellidos en lo que respecta a nuestra comida. Comer bien es comer sostenible, y comer bien, nos hace felices, lo sabemos bien en el Mediterráneo
Empezando en el origen: la tierra fértil y la vida que todo produce. Si nos interesa mantenerlas en el tiempo, la producción ecológica es una buena elección. Cuando compramos alimentos con certificación ecológica, nos aseguramos de que no han sido utilizadas sustancias que son dañinas para la biodiversidad y los suelos. Toda finca ecológica recibe al menos una auditoría anual en la que se verifica que no se utilizan estas sustancias. Además, una producción que potencia la capacidad de la naturaleza de producir alimentos es también más eficiente a nivel energético.
Producida la comida en la tierra, hay que llevarla hasta la mesa, aquí entra en juego otro importante eslabón de nuestro sistema alimentario: la distribución. Podemos elegir opciones lejanas, sobre envasadas y ultra procesadas, que serán incluso más baratas. Pero si elegimos un consumo de alimentos sin etiqueta (frutas, verduras, legumbres, carnes…), sin procesar y de cercanía, estaremos no sólo comiendo mejor, también estaremos reduciendo las emisiones de efecto invernadero y el desperdicio alimentario. Cabe hablar en este punto de la sostenibilidad social y económica, pues el modelo actual de la gran distribución, en el que más de la mitad de la comida vendida la venden 5 empresas, ha generado un panorama en el que hay que ser muy grande para operar en el mercado agroalimentario y poder vivir dignamente de ello. El reparto desigual de los beneficios que genera el negocio de la alimentación expulsa pequeñas empresas familiares del campo, y en consecuencia, aporta al vaciado de los pueblos. Además, deja nuestra alimentación en pocas manos, lo que sin duda juega en contra de nuestra soberanía alimentaria.
¿Podemos hacer algo desde la parte consumidora? Podemos comprar comida directamente a la parte productora, a través de mercados de productor, grupos de consumo, o entrando en contacto a través de internet con pequeñas empresas que venden directamente su producción. Podemos comprar en pequeñas tiendas, pidiéndoles información sobre el origen de sus productos. Podemos incluir más frutas y verduras, de temporada y cercanía en nuestra dieta, y cocinar más en casa. Debemos comer menos carne, pero cuando toque, podemos elegir una opción de ganadería extensiva (cordero, ternera, cabrito…), que no sólo cumple con gran parte de los beneficios que hemos ido nombrando, si no que cuida territorios de gran valor ecológico y paisajístico y además fija más población que las opciones industriales (casi todo el cerdo y el pollo). Detrás de estas opciones hay argumentos sólidos a favor de la sostenibilidad real, si bien escapan de la comprensión urbana que tenemos sobre la comida. Siendo la comida nuestra principal medicina, y una parte principal de la relación con nuestro planeta, también será más sostenible si tenemos más curiosidad sobre lo que se esconde detrás de cada plato.
Juan Laborda
Ingeniero Técnico Agrícola e Ingeniero de montes. CERAI Aragón