El funcionamiento del sistema eléctrico en el territorio nacional es un gran desconocido para la mayoría de la población. Esto no debería ser así, ya que se trata de un sector estratégico vital para la vida cotidiana y para toda actividad económica. Años de monopolios y privatizaciones han convertido las regulaciones y normativas en algo comprensible solo para un grupo reducido de personas que trabajan en el sector y algunos «entusiastas» que, tras grandes esfuerzos, consiguen entender pequeñas partes del sistema (como, por ejemplo, lo que dice una factura de la luz).
Las privatizaciones y desregulaciones llevadas a cabo, principalmente en la primera década de este siglo, han dejado el sector en manos de unas pocas empresas que operan en beneficio de sus propios intereses, con mecanismos públicos de control mínimos y de escasa eficacia. Los cuatro sectores del sistema eléctrico (generación, transporte, distribución y comercialización) están privatizados, y solo en el transporte el Estado mantiene una pequeña participación. El resto está en manos de cinco grupos empresariales que controlan prácticamente todo el mercado, estando presentes en todos los sectores.
Con esta estructura, y la necesidad de combatir el cambio climático, se nos plantea el enorme reto de tener que descarbonizar el sector en medio de una revolución tecnológica que nos permite ver la energía eléctrica como algo que podemos producir a pequeña escala y de manera descentralizada, cercana a los lugares de consumo. Que el consumidor se convierta en productor de su propia energía choca con los intereses tradicionales de las grandes corporaciones, que siguen apostando por el modelo de producción en grandes plantas, distribución y comercialización centralizada. Las nuevas inversiones en generación a través de grandes plantas solares y eólicas insisten en este esquema centralizado, ocupando grandes extensiones de territorio y, en muchos casos, zonas agrícolas productivas, lo cual deteriora el paisaje. En el panorama actual, España tiene una gran producción de energía renovable, con muchas solicitudes para nuevas plantas, pero con una planificación escasa. ¿Estamos alimentando una burbuja especulativa?
Por otro lado, la salida que la Comunidad Europea ha dado a la crisis económica provocada por la pandemia de COVID-19 ha sido expansiva, buscando impulsar una transición energética que frene los efectos del cambio climático. Se han dedicado grandes cantidades de dinero a fomentar los sistemas renovables descentralizados, con directivas sobre Comunidades Energéticas que en España aún deben trasponerse.
El autoconsumo individual (mi casa, mi tejado, mis placas solares) ha crecido con fuerza después de los cambios normativos que eliminaron las restricciones del llamado «Impuesto al Sol», y sobre todo a partir de la escalada de precios de la energía tras el inicio de la guerra en Ucrania. Por su parte, el autoconsumo colectivo (placas solares compartidas en comunidades de vecinos) es una solución fundamental para su implantación en los núcleos urbanos. Sin embargo, enfrenta dos hándicaps más imaginarios que reales: el descrédito por los recortes a las primas de energías renovables en el pasado, y el «mito» de la dificultad de ponerse de acuerdo en una comunidad de vecinos. Estos «motivos» resultan ideales para desmovilizar a quienes puedan estar interesados, ya sea por conciencia ecológica o por la rentabilidad económica que esta opción sin duda ofrece.
Autoconsumo y Pobreza Energética
¿Y cómo afecta todo esto al recibo de la luz de los consumidores vulnerables? Lo que está ocurriendo es que el autoconsumo está avanzando en los sectores con mayor capacidad adquisitiva, principalmente viviendas unifamiliares que tienen tejado propio y pueden realizar la inversión inicial, que se amortiza rápidamente y cuenta además con subvenciones. Sin embargo, estos sectores no representan a la población vulnerable, quienes no están siendo los beneficiarios de estas políticas financiadas con dinero público. Si se subvenciona a quienes ya tienen los recursos para realizar la inversión, el impacto en la pobreza energética es limitado. Desde mi punto de vista —quizás utópico—, sería más rentable socialmente que las administraciones emplearan estos fondos en instalar placas solares en edificios públicos y compartieran los excedentes energéticos con la población vulnerable de su entorno.
Este tipo de acciones podrían servir de ejemplo para que entidades privadas sin ánimo de lucro y ciudadanos organizados se animaran a crear instalaciones de autoconsumo compartido. Además, los que trabajamos informando y atendiendo a los sectores vulnerables en los barrios echamos en falta un sistema eficaz, público e independiente que asista a los consumidores de energía. Este sistema debería contar con oficinas abiertas al público sin ninguna intervención de las compañías eléctricas.
Problemas con el Mercado Eléctrico
Del mercado eléctrico, lo que llega a los ciudadanos son campañas de publicidad masiva que tienen como único objetivo atraer clientes. Un ejemplo reciente es la última «guerra de competencia» entre comercializadoras, que consiste en ofrecer un precio más bajo para el término variable (kWh consumidos) mientras se encarece la parte fija del recibo (kW contratados).
Esta oferta de «fijo caro y variable barato» podría ser favorable para los hogares con consumos altos, pero resulta perjudicial para quienes intentan ahorrar electricidad de manera responsable o no pueden consumir lo que necesitan debido a su precariedad económica. Esta forma de facturar se puede ver claramente en las ofertas de contratos de autoconsumo, cuyos recibos tienden a tener una parte variable pequeña, ya que la mitad o más del consumo real no pasa por el contador y, por lo tanto, no va a la factura.
El autoconsumo energético es una herramienta poderosa para avanzar hacia una transición energética justa y sostenible. Sin embargo, actualmente está beneficiando solo a una parte de la población, generalmente aquella con recursos suficientes para afrontar la inversión inicial. Es fundamental que las administraciones trabajen para extender estas ventajas a los sectores más vulnerables, a través de políticas públicas que promuevan el autoconsumo compartido y descentralizado. Así, podríamos no solo combatir el cambio climático, sino también reducir la pobreza energética y democratizar el acceso a la energía limpia.
Para lograr este objetivo, necesitamos una mayor transparencia en el mercado eléctrico y un sistema de información público e independiente que empodere a los consumidores, especialmente a los más vulnerables. La transición energética debe ser una oportunidad para todos, y no solo para unos pocos que ya tienen los medios para beneficiarse de ella.
Ángel Martín
Cooperativista de Som Energía